La escuadra española siguió avanzando hacia el enemigo. Aunque el viento se había mantenido inestable y cambiante toda la mañana, en este momento soplaba a su favor y no les sería muy difícil flanquear al enemigo por barlovento.
El comandante portugués, Fernán Gómez, ya se había dado cuenta de la situación y trataba desesperadamente de conseguir alguna ventaja para su armada pero no le iba a ser fácil.
El joven grumete, Juan de la Cosa, inmóvil en el castillo de popa, seguía atentamente las evoluciones de las dos escuadras. Apenas les separaba una milla. Ya se podía divisar, perfectamente, el velamen de las naves enemigas y ver a qué clase pertenecían. La mayoría eran carabelas redondas. Esto significaba que eran de pequeño tamaño, y, por lo tanto, tendrían pocos cañones. Normalmente llevaban una lombarda a cada lado, aparte de las espingardas o falconetes. Éstas disparaban pequeñas bolas de tres libras a quinientos pasos.
A media tarde, empezaban las primeras escaramuzas. Las primeras bolas de hierro cayeron cortas de sus objetivos.
Los artificieros ajustaron el ángulo de sus lombardas y esperaron.